Duelos invisibles: el dolor que nadie ve pero todos sentimos
Duelos invisibles
¿Qué son?
Cuando hablamos de duelo solemos pensar inmediatamente en la muerte de un ser querido. Esa es, sin duda, una de las experiencias más dolorosas y visibles que atravesamos como seres humanos. Pero, ¿qué pasa con todas esas otras pérdidas que no tienen un velorio, una misa, un ritual social que las sostenga?
A esas pérdidas les llamo duelos invisibles. Son esos dolores que no cuentan con un marco cultural compartido y que, por lo tanto, suelen ser pasados por alto. Nadie te da el pésame, nadie te manda flores, nadie te habilita a llorar por ellos. Y sin embargo, pesan.
No se trata de organizar un entierro por cada situación que perdemos (aunque, si lo pensás, ¿por qué no?), sino de reconocer y visibilizar la emoción que nos embarga. Porque si no lo hacemos, esa emoción queda escondida, actuando desde las sombras, y un día aparece disfrazada de ansiedad, de apatía, de insomnio o de enojo sin causa aparente.
¿Cuáles son?
Los duelos invisibles son muchos y muy variados. En general, tienen que ver con pérdidas simbólicas, es decir, aquello que no podemos sostener entre las manos pero que impacta en nuestro ser.
Algunos ejemplos:
La pérdida de un vínculo: una pareja, una amistad, un lazo familiar que se rompe o se enfría.
Perder un trabajo, un cargo, un estatus o incluso la rutina que nos sostenía.
Las pérdidas materiales y económicas que desestabilizan la sensación de seguridad.
La juventud que se va, el cuerpo que cambia, la vitalidad que ya no es la misma.
Los hijos que crecen y dejan de necesitarnos como antes.
La maternidad que no fue o la familia que nunca llegó a formarse.
Mudarse y dejar atrás una casa, un barrio, un paisaje que nos era refugio.
Y, quizá la más difícil de aceptar: perder una versión de nosotras mismas. Esa identidad, ese rol, ese “yo” que muere cuando ya no podemos ser lo que éramos en función de lo que hemos perdido afuera.
Ese último es el duelo más profundo, “la madre de los duelos”. Porque no se trata solo de algo externo que ya no está, sino de reconocernos distintas. Es el duelo que nos enfrenta con una pregunta incómoda:
¿Quién soy ahora, sin eso que ya no está?
¿Cómo darles un lugar?
El primer paso es obvio, pero no fácil: nombrarlos.
Traerlos a la mesa de la conciencia y poder decirnos a nosotras mismas:
“Esto que me pasó fue una pérdida. Necesito darle un lugar. Necesito atravesar este proceso”.
Nombrar un duelo invisible no significa victimizarse ni exagerar, significa hacerse cargo de que lo que vivimos nos afectó. Y a partir de ahí, darnos permiso para transitar el proceso.
Porque todo duelo —visible o invisible— implica tiempo, un reacomodamiento interno y un trabajo emocional. Negarlo solo prolonga el dolor. Integrarlo nos permite transformarlo.
Una herramienta clave es compartir la experiencia. No guardarla como un secreto vergonzoso, sino animarnos a decirlo en voz alta. Al hablarlo, el dolor deja de ser una bola de plomo en el pecho para convertirse en algo más liviano, compartido, humano.
Mi experiencia acompañando duelos
Como psicóloga, he acompañado grupos y procesos de duelo durante años. Y he visto cómo muchas veces la pérdida “real” —la muerte de un ser querido— abre la puerta a todos esos otros duelos invisibles que estaban escondidos.
Por ejemplo:
Una mujer que al enviudar descubre que también perdió la identidad de ser “esposa de”.
Una persona que, al heredar una casa en conflicto, no solo pierde a un familiar, sino también la estabilidad económica por las peleas que surgen.
O quienes se dan cuenta, en medio del dolor, de que ciertas amistades no estuvieron presentes, y allí aparece un nuevo duelo: el de la decepción.
Son múltiples capas de pérdida que se revelan cuando la palabra circula. Porque la palabra es nuestro medio primordial para elaborar lo que duele. Lo que se calla, se enquista. Lo que se habla, empieza a sanar.
Y es increíble ver cómo, en un grupo, cuando alguien se anima a contar lo suyo, otra persona dice: “A mí me pasó lo mismo”. Ese eco valida la experiencia, quita peso, habilita la apertura. Porque cuando compartimos el dolor, el dolor se divide.
El problema es que solemos creer que “es una pavada”, que “nadie me va a entender”, que “hay cosas peores”. Entonces lo guardamos. Y en ese acto de ocultamiento, el dolor se hace más grande, busca salida con más fuerza y se manifiesta de formas inesperadas.
Los duelos invisibles existen. Aunque no haya rituales para ellos, aunque nadie los reconozca públicamente, merecen ser vistos, nombrados y transitados.
Porque todo lo que no se nombra, nos controla desde la sombra. Y todo lo que se nombra, empieza a transformarse en posibilidad de sanación.
La invitación es esta: mirá tu vida con honestidad y preguntate…
¿Qué estoy necesitando duelar hoy? ¿Qué parte de mí aún espera ser reconocida en su pérdida?
Lo que callamos nos enferma. Lo que compartimos nos humaniza
Si tomas la decisión y el compromiso, te estaré esperando para que lo hagamos juntas.